“Eslow fud”. Hay que ver que comedura de tarro con tanto nombre en inglés de allá arriba.

Aquí lo importante es simplemente comer; así en seco. Quizás porque los españoles hemos pasado tantas estrecheces alimenticias que la carencia ha quedado grabado en nuestro ADN. Pero sí que es cierto que, comer se come, pero las diferencias empiezan en cómo se come.

Ahora las familias ya ni tan siquiera comen juntos. Unos se llevan el taper (otra palabreja que es la tartera de toda la vida) al curre; otros no coinciden en los horarios, bien por circunstancias laborales bien por los atascos que sufrimos gracias a la gestión karmenita, y otros simplemente porque en el uso de sus derechos comen cuando les da la gana y dónde les apetece. Antes no. Antes el llegar tarde a la mesa podía costarte un coscorrón de esos que ahora deben dejar traumatizados a los chicos para toda la vida. No podías quejarte del lugar que te asignaban. No podías dejar nada en el plato porque eso suponía tener asignada esa comida para toda la semana. Pero sobre todo se comía sin prisas y se hablaba. Se hablaba en familia y todos estaban al día de los problemas y alegrías familiares. Pero eso era antes, cuando parece que todos éramos tontos.

Ahora hablando de los velatorios a los que ha hecho mención nuestra querida faraona unas casillas más arriba, se me viene a la cabeza un hecho que llegó a ser tan habitual que terminó siendo un dicho que nos ha llegado hasta el presente.

Se trata de eso de “cargar a uno el muerto”.

Antes el personal se moría lo mismo que ahora, solo que en general se enteraba todo el mundo, y el paso de “la frontera” era visto como algo natural, dolía a quien tenía que doler, pero se era consciente de que tenemos fecha de caducidad.

Lo malo es que teníamos la manía de entregar el petate en nuestra casa ( en aquellas calendas las casas tenían propietario y se respetaba) y los velorios suponían un alivio para la gazuza popular. Allí, con el difunto de cuerpo presente se montaban unos convites dignos de esas cosas que ahora llamamos catering. Pastas, bollos ( muchas veces rancios), algo de embutido de la matanza, vinito, anís para las señoras servido en unas copas tan diminutas que se corría el riesgo de tragárselas si se escapaban de los dedos, alguna tortilla de patata, etc. Allí se soltaba el famoso “es que no somos nadie” , el “qué bueno / a era” y luego, como siempre, las féminas a ponerse al día de los chismes del pueblo, los jóvenes a hacer picardías a costa de la mozas, los maduros a charlar de cómo venía la cosecha ese año, y los viejos a ver con tristeza como desaparecía otro de su quinta y ya quedaba menos, pero qué bueno estaba el jodido anisette. Lo dicho, “el muerto al hoyo y el vivo al bollo”.

Como siempre pasa en estas cosas había verdaderos profesionales de la supervivencia especializados en los convites de bodas y velatorios. Siempre aparecían como amigos de alguno de los protagonistas, y en el caso de defunciones evidentemente nadie podía descubrirlos.

Lo malo es cuando el fiambre no era conocido ni tenía raigambre en el municipio y se le ocurría ir a morirse allí. Entonces las cosas cambiaban y todo el mundo trataba de “quitarse el muerto de encima”.

En estos casos, por ley, era el ayuntamiento el que corría con los gastos del sepelio, que por otro lado solía ser el más barato, de los de “todo a cien”; pero que siempre suponía un gasto no calculado para el erario municipal. Así que cuando esto ocurría los muertos solían “cambiar de ubicación” con relativa frecuencia. No era extraño que los paisanos silenciasen el descubrimiento del difunto y al amparo de la noche lo depositasen en terrenos del municipio vecino para que fuesen ellos los que “cargasen con el muerto”.

La verdad es que los españoles siempre hemos sido muy “espabilaos” para “quitarnos el muerto de encima”.