Gracias Pachu 1. Es de agradecer tu interés. Es que se hace raro escribir y no recibir ni tan siquiera una tomatina. Hay veces que me pregunto a mí mismo: pero so tarugo ¿ no ves que hay cuatro gatos que les interesa esto? Habla de política, ya verás la que se monta y lo entretenido que lo pasas. Luego leo en otros sitios como hay señores que se atreven a decir lo que es interesante o no para la generalidad, y pienso que esto es tan irrelevante que ni tan siquiera para eso gastan tiempo en opinar.
Cuando uno habla en público, pues todavía te das cuenta de quien se duerme, quien se esconde para jugar con el puto teléfono, quien te mira embobado, quien no entiende nada; y en función de lo que se percibe mete uno sus paréntesis y sus “apartados” fuera de guión. Aquí solo suena la tecla. Muchas veces he pensado que es más divertido discutir con la jefa. Por lo menos ella nunca se calla y contesta a todo ( con razón o sin ella)
A modo de agradecimiento, te voy a dedicar esta otra historieta a modo de “curiosidad” ( por supuesto va también por nuestra “Faraona” y los clásicos veteranos que sé están tras de la esquina)
EL CICLISTA DE CARABANCHEL
Carabanchel, tanto el alto como el bajo, desde que cambiaron de ser unos pequeños pueblos al sur de Madrid a formar parte del entramado de la capital, siempre han sido barrios de población obrera, y en muchos casos marginal. Todo lo bueno y lo malo de este tipo de poblaciones se puede encontrar paseando por el enmarañado entramado de sus calles. Recientemente se ha producido una paradoja debido al criminal aumento en los precios de la vivienda y la enorme masificación que ha sufrido la capital y su entorno. De pasar a ser una zona que sólo absorbía a la inmigración de provincias, ha pasado a ser una extraña mezcolanza de clase media joven, obreros, los carabancheleros con pedigrí de varias generaciones y la inevitable masa de inmigrantes foráneos que representan a todos los continentes mundiales.
Este tipo de poblaciones nunca han destacado por la belleza de su entorno, ni por el ordenamiento urbanístico, ni por el orden y la limpieza del mismo. La mayoría de las veces se debe al hipócrita abandono al que les someten las autoridades municipales de turno; pero hay que ser honrados, y admitir que una parte importante de culpa la tenemos los vecinos que vivimos en ellos y que contribuimos con una acentuada dejadez además de una educación social muy deficiente.
Para algunos podría considerarse como una especie de “tipismo” que le da su particular personalidad; incluso, así leído, puede hasta sonar bonito y castizo; pero que en la realidad solo quiere decir que sus habitantes son un poco guarros en general.
Quien suscribe tiene la suerte, en algunos casos, y la desgracia en otros muchos, de vivir en este barrio, y por lo tanto ser testigo y complemento circunstancial de este particular mundillo.
¿Y todo esto a qué viene? ¿Voy a escribir sobre las particularidades de Los Carabancheles? Pues no. Puede que en otra ocasión lo haga, pero ahora, en este momento, solo pretendo contar una simple anécdota para la que la explicación anterior viene bien para poder entenderla y enmarcarla dentro de una visión general del barrio y de sus vecinos
Estamos en pleno mes de julio madrileño. Las temperaturas se han disparado y parece que falta hasta el aire para respirar. Miles de kilómetros de asfalto convierten el barrio en un verdadero infierno. Podríamos pensar que la diáspora veraniega suavizaría un poco la sensación de agobio; pero nadie parece huir del calor. Sólo a primeras horas de la mañana y cuando ya cae la tarde parece que el barrio revive; durante el resto de las horas cada mochuelo a su olivo y solo los irreductibles y habituales parroquianos soportan la calorina entre caña y caña de cerveza acodados a las barras de los bares o plácidamente sentados bajo cualquier indicio de sombra en la terraza de un bar; que es una actividad que luce mucho y además sirve de escaparate para envidia de otros. Supongo que la criminal crisis económica en que nos han sumergido tiene una parte importante de culpa; aunque por aquí nunca se ha estilado eso de pasar un mes entero fuera de casa disfrutando de vacaciones.
Un servidor habita un minúsculo ático en una estrecha calle del barrio y puede disfrutar de una terraza donde revivir y sentir el frescor relativo de las noches veraniegas y desde donde se convierte en espectador privilegiado de su entorno. Allí, apoyado en el murete ve uno pasar la vida y a sus protagonistas, que son tan habituales que ya casi se los considera de la familia.
Habitualmente la paz y la calma reinan en la estrecha calle. Sólo la manía actual de encerrar en pisos a los perros y alguna que otra fiesta de adolescentes….y de otros que ya no son tan adolescentes, rompe la paz habitual del barrio. Por las noches se escucha lejano el rumor de la capital tamizado por la distancia; solo las conversaciones de algún transeúnte retumban en las paredes llegando nítidas a los oídos de los vecinos; haciendo aumentar los ruidos de forma natural, y resaltando aquello que en otras circunstancias y condiciones físicas pasaría totalmente inadvertido.
Aquella noche era de las silenciosas y tranquilas. Estaba dejando pasar el tiempo para permitir que el frescor nocturno refrescase las recalentadas habitaciones y poder acostarme con un mínimo de garantías de que conciliaría el sueño. Estaba asomado a la calle y miraba la acera llena hasta la saciedad de de todo tipo de basura. Papeles, latas, hojas secas, colillas, y demás desperdicios habituales alfombraban la estrecha calle produciendo un espectáculo desolador. Pensaba que vivíamos en una sociedad que dista mucho de tener una conciencia cívica que nos permita vivir juntos respetando a nuestros semejantes. Aquí cada uno hace de su capa un sayo y priva la mala educación y la cutréz por encima de todo. También pensaba que nuestros administradores y responsables municipales imitan el dicho ese que se atribuye a las relaciones entre novios: “Prometer hasta “meter”. Una vez “metido”…nada de lo prometido” Incluso rumiaba la idea de hacer una visita a la alcaldía del barrio y preguntarles si aquella calle estaba en algún catálogo que nos convertía en ciudadanos de segunda categoría. Yo era consciente de las costumbres y dejadez de mis conciudadanos, pero también era cierto que la presencia de los operarios de limpieza brillaba por su ausencia. Todo se reducía a la recogida de los cubos de basura y a que alguna vez apareciese un operario con un soplador atronando la calle y recogiendo lo acumulado. Aquél tipo de limpieza siempre quedaba a medias, ya que una parte de la calle siempre estaba ocupada por vehículos estacionados, y el encontrar un solo hueco libre era algo digno de comparar con el milagro de la multiplicación de los panes y los peces.
Mientras estoy dándole vueltas en la cabeza al asunto, aparece un ciclista solitario que sube silenciosamente por la calle. No me llama la atención. Solo le sigo con la vista ensimismado en mis elucubraciones; pero advierto que cuando llega a la altura de los contenedores de basura se detiene y sin abandonar la bicicleta abre una de las tapas y comienza a mirar en su interior. Pienso que mal podrá ver lo que hay, ya que la luz es muy difusa; pero algo llama su atención. Deja la bicicleta tirada en medio de la calle y comienza a sacar bolsas de basura, que primero las revuelve, sacando aquello que le puede interesar y tirando en el contenedor de plásticos el resto de basura orgánica.
¡Será cabrón!- pienso. Yo volviéndome tarumba para ir separando la basura por aquello de ayudar al reciclaje, y aguantando el ordenamiento estricto de la jefa, y este gachó desarmando el trabajo en un minuto.
Continúo mirando a la vez que pienso en las circunstancias sociales que llevan a una persona a rebuscar en los cubos de basura. Mientras el ciclista ya tiene a su alrededor una enorme cantidad de bolsas que va depositando en la acera y encima de la tapa de otros contenedores. En una esquina va dejando aquello que, en principio le interesa. Lo que antes de su llegada ya era una guarrería y un ejemplo de incivismo, se ha convertido en un verdadero mudadal; incluso un cierto olorcillo dulzón comienza a sentirse debido a la apertura de las bolsas de plástico.
De repente, el ciclista solitario cesa en su actividad. Echa una mirada al “escaparate” y parece que se dirige de nuevo a recoger su bicicleta dispuesto a marcharse.
No me puedo contener. Sin tan siquiera pensármelo me inclino sobre el muro y suelto en un medio tono de voz: ¡pero no dejes la basura tirada…so marrano! Llévate lo que quieras, pero deja las cosas recogidas donde estaban. La voz ha sonado como un trueno en el silencio de la noche. El ciclista ha quedado paralizado. Mira a un sitio y a otro sin localizar el punto de origen de la voz.
Inmediatamente me doy cuenta de esta circunstancia y trato de aprovecharla. Sé que amparado en la oscuridad y en mi elevada posición, si no me muevo es imposible localizarme, además de que mi voz retumba en las fachadas de las casas sonando con un cierto aire de misterio.
-¿Nunca has pensado que hay un ojo qué todo lo ve?- digo engolando la voz.
Inmediatamente el pobre ciclista deja la bicicleta otra vez tirada en la calzada y se apresura a recoger las bolsas y trastos abandonados. Lo hace a una velocidad increíble y en silencio.
- ¡Muy bien! Por esta vez te perdono; pero no vuelvas nunca a ser tan marrano- le digo ya sin asomar la cabeza y dando la sensación de estar soltando un sermón desde lo alto de un púlpito.
A todo esto algunas luces se han encendido en la calle y los vecinos se asoman curiosos. Su atención se centra en el pobre ciclista que se siente observado por todo el vecindario. Todos miran, pero nadie dice nada en absoluto.
El hombre ya ha terminado de recoger la basura, y se apresura a coger su bicicleta. Debe estar muy nervioso porque al intentar dar el segundo o tercer golpe de pedal, pierde el equilibrio y cae al suelo. No tarda ni un instante en levantarse, y esta vez aplicando toda la fuerza de sus piernas, se pierde a una velocidad digna de un esprint por el fondo de la calle.
Las luces se van apagando. Los vecinos vuelven a la oscuridad de sus viviendas. Yo continúo mirando la soledad de la calle; un poco arrepentido por el mal rato que le he hecho pasar al pobre ciclista.
Pienso: ¿Qué leches habrá pasado por su cabeza cuando ha escuchado mi voz?
Me retiro a dormir. Ya no se escucha en la lejanía el murmullo de la urbe. Todo está en silencio. Carabanchel duerme a la espera de otro nuevo día de verano.
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