Dicen que la gente “no nace”…”se hace”. Pero curiosamente hay casos en que las cosas no suelen ser así.
Lean vuestras mercedes y luego opinen.
LA RONDALLA
Había en la familia una vieja guitarra heredada de varias generaciones y que había sido el arma utilizada en todo tipo de juergas propiciadas por el vino y la juventud, así como la protagonista principal en las rondas nocturnas a las mozas del pueblo y que se efectuaban a la luz de la luna. En realidad ninguno de los componentes familiares sabía tocarla, salvo Gregorio el abuelo, que utilizaba dos simples notas para acompañar las jotas, y Sebastián qué, a pesar de su sordera, era capaz de dominarla a base de poner los dientes en la madera al tiempo que interpretaba. Era un caso curioso. Nadie le había enseñado, pero tocaba “de oído” a pesar de ser sordo como una tapia.
Pero Ramón, el mayor de los siete hermanos que componían la familia, estaba decidido a que su vástago superase el mediocre nivel musical familiar, y sin dudarlo compró una guitarra y presentó al muchacho a la rondalla de la empresa que estaba dirigida por un compañero de trabajo y amigo de toda la vida.
Como la economía familiar estaba bastante ajustada, pensó que la guitarra debería ser grande para que sirviese cuando el muchacho diese el estirón; así que la primera dificultad a vencer era simplemente poder abarcar de forma ortodoxa el enorme guitarrón. Cuando el niño cogió por primera vez el instrumento solo podían adivinarse las piernas colgando de la silla y la pequeña cabeza asomando a medias por encima de la caja de la guitarra. Pero nadie había dicho que el camino de la música fuese fácil y estuviese libre de problemas.
El director de la rondalla era un hombre bonachón y al que el amor por la música le había llevado a la encomiable tarea de formar un grupo musical en sus horas libres en el que tuviesen cabida los compañeros de trabajo y sus familiares. Recibió al muchacho con los brazos abiertos y prometió al padre que el muchacho, en poco tiempo, sería capaz de acompañar las actuaciones del resto de una forma aceptable.
Ya teníamos al futuro concertista armado de su instrumento. Ahora solo quedaba enseñarle y pulir sus aptitudes de forma adecuada, y para ello el maestro le dio un cuadernito en que estaban escritas las notas básicas de la escala musical. El muchacho miró aquello y se quedó igual que estaba. Aquellos “dibujos” se le antojaban una escritura china como la que había visto en los tebeos. Pero si había que empezar así, pues se empezaba y punto pelota. “Tú solo tienes que repetir una y otra vez las notas, ya verás como al final será fácil y con sólo estas notas podrás interpretar cualquier cosa” había dicho el maestro, y el niño se afanaba en colocar los dedos en los trastes de la guitarra de manera correcta. Cinco minutos empleó para llegar del DO al SI y al final terminó con la mano izquierda agarrotada por la tensión.
Ante la evidencia de la dificultad genética del muchacho para manejar la guitarra, fue su tío, el sordo, que sí la dominaba, quien se inventó un método para tratar de lograr algún avance, y a base de gimnasia dactilar pudo conseguir que enlazara alguna nota de forma aceptable.
Llegó el día en que la rondalla ensayaba unas cuantas piezas de cara a una próxima actuación ( a un concierto dirían ahora) y el maestro decidió que el nuevo músico se integrara en el conjunto. Le dio la partitura, el chico la miró, y pasó de ella porque seguía sin entender nada de nada. El maestro alzó los brazos y ordenó abrir la interpretación. Treinta segundos escasos tardó el aprendiz de músico en fastidiar todo. Allí, casi escondido en una de las esquinas alguien se empeñaba en repetir una y otra vez el “DO” con el resultado acústico que todos podemos imaginar.
El maestro paró la interpretación y se dirigió cachazudamente al muchacho.
- Mira hijo. Deja la guitarra y limítate a ver y escuchar cómo interpreta el resto. Ya te llegará la hora. No te preocupes.
- Vale – dijo el chaval aliviado de no verse involucrado en el concierto y en tan inhumano tormento.
Así, sin conseguir avanzar lo más mínimo en el glorioso camino de la música, fueron transcurriendo las clases; pero el maestro, en su infinita paciencia, pensó que no podía rendirse ni humillar al niño apartándole del resto de músicos; así que pensó qué si el muchacho se limitaba a acompañar las piezas con una especie de pandereta manteniendo el ritmo, sería más que suficiente.
- Tú solo tienes que coger esto con la mano derecha y golpear la palma de la mano que te queda libre. “Pum-pum”, pum-pum” Luego, cuando terminemos yo te miro y te marco cuando debes de dejar de tocar. ¿Vale?
- Vale- dijo el muchacho mirando aquella cosa con curiosidad.
- ¡El Sitio de Zaragoza! – anunció el maestro.
Arrancó la pieza y el muchacho logró que sus toques encajaran armoniosamente en el conjunto. Parecía que su nuevo instrumento era más fácil que utilizar un sonajero. Una sonrisa se dibujó en su rostro a la vez que cogía ritmo y “carrerilla”. Aquello ya era otra cosa. Mucho más fácil. ¡Dónde va a parar!
Y paró. Paró en el momento en que la partitura de la pieza imponía una pequeña pausa entre las notas. Todos cumplieron con lo marcado. Todos menos el chaval, que seguía con su “pom-pom” totalmente ajeno al resto de músicos.
La sala quedó en silencio y todos volvieron su vista hacia el muchacho, que también se mantenía ahora en silencio, y extrañado se preguntaba si ya se había acabado la pieza esa de Zaragoza.
- Anda majo- dijo el maestro a la vez que buscaba unas monedas en su bolsillo. Hazme un favor. ¿ Sabes dónde está el bar del Ambrosio?
- Si.
- Pues toma- dijo entregando unas monedas al chico- di que te dé un paquete de Celtas cortos de mi parte; y no tengas prisa en traerlo.
El muchacho cogió las monedas, dejó el instrumento en la silla, y partió dando alegres brincos en busca del encargo. Luego el ensayo continuó con normalidad.
Dos días más tarde el maestro y su amigo, el padre del aprendiz de músico, charlaban sentados en la terraza de un bar a la vez que se tomaban un chato de vino peleón.
- Mira Ramón. Estoy seguro de que tu chico llegará a ser alguien en la vida. No dudo que puede llegar a ser cualquier cosa; pero de lo que estoy seguro, es que Dios no le ha llamado por el camino de la música; así que te pido, por la integridad de mi salud mental y de la supervivencia de la rondalla , que le busques otro tipo de actividad que no tenga nada que ver con la música.
El muchacho se alegró infinitamente de verse libre del aquél enorme guitarrón y poder dedicarse a menesteres más acorde con su corta edad; dando así por finalizada su incipiente carrera musical; aunque quien sabe. Quizás el mundo se perdió uno de esos monstruos de la música que tienen inicios no muy ortodoxos. Nunca se sabe.
Me olvidaba. El “aprendiz de músico” era un servidor. Quien suscribe.
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