LA ESCALERA DEL METRO.
Venga, más cosas curiosas basadas en lo cotidiano.
Aquí, en los madriles, afortunadamente en casi todas las estaciones del bendito “metro” existen las escaleras mecánicas. Este artilugio es sumamente comodísimo y ahorra una gran cantidad de energías en las larguísimas subidas que tiene algunas de las estaciones; además son una bendición para los “veteranos” madrileños, que de otra manera se verían imposibilitados de utilizar de forma habitual este rápido y útil medio de transporte.
Pues bien. Hace unos días un servidor era acompañante de uno de estos “veteranos” que por imperativo de la Seguridad Social debía utilizar tan afamado medio.
- Mucho cuidadín con los escalones, agárrate bien al pasamanos, sujeta la garrota con seguridad, y no te preocupes que yo te ayudo cogiéndote del brazo.
Todo normal hasta que alcanzamos la susodicha escalera mecánica para efectuar la bajada. Nuestra cinta transportadora a la derecha para bajar, otra en el extremo izquierdo para subir, y para ….adorno (digo yo) una hermosota y ancha escalera normal de peldaños en el centro.
Comenzamos a descender y me sitúo paralelo al impedido “veterano” para su tranquilidad y para asegurarme que no ocurre ninguna incidencia en el descenso; pero resulta que no estoy colocado como se supone que hay que colocarse para utilizar este artilugio; es decir, qué no me coloco a la derecha dejando libre la parte izquierda para aquellos que utilizan este medio para ganar unos segundos al tiempo y que nunca utilizan la escalera central que no es mecánica.
¡Pa qué, pa qué! ¡Como se me ocurriría actuar de semejante forma y manera! Miradas asesinas se centran en un servidor que duda en dejar solo al abuelo y que sea la divina providencia la que determine si llega completo al final practicando “escalering”, o si por el contrario me callo, miro la mugre de los fluorescentes, y a quien Dios se la dé San Pedro se la bendiga.
Opto por la segunda alternativa y siento como la tensión sube muchos enteros por momentos mientras la escalera sigue bajando y el abuelo, ajeno al asunto, sigue contando como el tío Cipriano, que era el tabernero de su pueblo, “bautizaba” el vino con desfachatez y luego lo cobraba como si fuera un “chateau borgoñón” gran reserva. Todo aceptable y pacífico hasta que una voz se deja oír entre el personal situado a nuestra retaguardia.
- ¡Qué!. ¿Qué la escalera es solo tuya?
Como estaba mentalmente preparado para este tipo de contingencia, rápidamente contesto:
- No se preocupe usted caballero. En cuando lleguemos al final se la envuelvo y si es para regalo la pongo un lazo y todo.
- Es que hay que dejar paso al personal y no estar de estorbo. Si quiere comodidad coja un taxi - responde el interlocutor.
- ¡Vaya hombre!- contesto- Perdone vuestra merced por la molestia. No sabía yo que estas escaleras tuviesen, de forma obligatoria, dos opciones: dejar que te lleven, o bajar a toda velocidad de peldaño en peldaño.
- Es qué algunos tenemos prisa – contesta el cabreado ciudadano
- Pues ¿por qué no utiliza usted esa escalerota central tan ancha y hermosa que está totalmente libre?
Ante este argumento el “simpático interlocutor” se calla y me dirige una mirada furibunda al tiempo que alcanzamos el final y nos adelanta.
El abuelo se percata del asunto y mete baza. Es veterano de guerra, y siempre ha sido un tío “echao p´alante”; deja a un lado” sus memorias” y con cara de pocos amigos levanta la garrota diciendo:
- ¿Le sacudo?
- ¡No hombre, no! La guerra ya hace años que se acabó, abuelo; y además no merece la pena. Mira por donde pisas que al final terminamos en urgencias.
Todo acaba con normalidad aunque recapacito sobre cómo se puede complicar cualquier cosa en cuestión de segundos y por una fruslería. Qué cosas tan curiosas pueden pasar. Y todo en el tiempo que dura un viajecito en un artilugio de esos.
Pero la justicia divina de vez en cuando funciona, ya que poco después y a la hora de coger el convoy del metro que nos toca en suerte y entrar en el vagón, observo que todos los asientos están ocupados por usuarios. De forma inmediata un muchacho joven se levanta y amablemente invita al abuelo a sentarse. Mientras esto ocurre miro a los distintos asientos y localizo el que está reservado particularmente mediante unos carteles anunciadores para ancianos, señoras embarazadas o lisiados; dando la curiosa coincidencia de estar ocupado por el “usuario” de la escalera mecánica que anteriormente protestaba, y que “distraídamente” mira para otro lado.
No me corto ni un pimiento, esta es la mía, e indico al amable y educado joven que cedía su asiento, que no debe molestarse, que quien debe ceder el suyo es ese otro señor que ocupa el asiento reservado y que se hace el distraído mirando a las musarañas. Me acerco al susodicho y le indico que su asiento está reservado para ancianos, y que allí hay un anciano esperando. Mira, hace un gesto de fastidio, mira y observa que las miradas de la gente que ocupa las inmediaciones del vagón están fijas en él, y sin decir palabra se levanta y se marcha andando un par de vagones más lejos.
Poco más de diez minutos y dos ocasiones de follón ciudadano evitado.
Así es Madrid ¡Que curioso!
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