Nuestra denostada lengua vehicular es más vieja que “el canalillo”, y nos ha servido para alegrarnos con el nacimiento a la vida (ahora ya no siempre es así; depende de cómo nos venga egoístamente el churumbel), para expresar el amor y los sentimientos, para comer el tarro al vecino, para mentir descaradamente, y para llorar la entrega obligatoria del petate al darse un garbeo por el valle de Josafat.
Entre tanta riqueza lingüística abundan las sentencias populares. Cortas, hirientes en muchos casos, secas como el restallido de un latigazo, muchas veces aliñadas de humor, y siempre, siempre, acertadas. Entre estos dichos populares que se van transmitiendo de generación en generación hay infinidad de los que desconocemos su origen, y otros, que muy a pesar de los que se autoproclaman “pacifistas”, tienen su origen en la jerga militar: “Irse a la porra”, “ídem de lienzo”, “salvarse por los pelos”, “luchar a brazo partido”, etc. Y como nos distinguimos por ser una casta que siempre estamos a estacazos con otros, y si los otros nos dejan en paz la emprendemos con el vecino, pues los dichos populares derivados de la milicia tienen un apartado especial en el tema y abundan más que piojo en dobladillo.
Recientemente, y debido a una comilona entre amigotes, tratamos de hacer una broma al más veterano, además del más querido y respetado, poniéndole como plato la cabeza monda, lironda y dentona, de un cordero. El resto nos apropiamos cucamente de las delicatesen del difunto ovino esperando la queja del agraviado.
Como advertíamos que el susodicho no decía nada y comía su ración con verdadero gusto y relamiento, uno de los comensales dijo en voz alta: “Qué mala suerte fulanito. Tá tocao el mochuelo”; y es de este dicho popular del que quiero hablar hoy.
Pero antes de explicar de dónde viene este dicho, quiero explicar para los urbanitas que no hayan tenido la suerte de ver los programas del Félix, que el mochuelo es un ave rapaz nocturna de pequeño tamaño y muy abundante en la Península Ibérica (incluido “Euzkadi” y el “reino catalán”). Para más señas es un pájaro cabezón, capaz de girar la chola como la niña del exorcista, y que, a pesar de que algunos dicen que es inteligentísimo, lo único que se ha podido constatar al cien por cien, es que se fija mucho y pone mucha atención.
Pues bien. Según cuentan, ocurrió que un par de soldaditos de los de infantería, uno de origen aldeano y otro un tirilla madrileño, se vieron aislados del resto de sus colegas y no les quedó más remedio que buscarse la cena por cuenta ajena al estado y sin contar con la bendita intendencia (que suele fallar más que la escopeta de Ambrosio)
Se pusieron manos a la obra y, tras mucho intentarlo, solo consiguieron cazar una perdiz y un mochuelo. Llegados a la hora de la cena, el madrileño que tenía muchas horas de vuelo por “el foro”, le planteó esta diatriba a su compañero de hambruna.

  • Compañero, he aquí nuestra bienaventurada cena; pero ahora se nos plantea un dilema con dos posibles soluciones. La primera es qué yo me coma la perdiz y tú te comas el mochuelo. Y la segunda es que tú te comas el mochuelo y yo cargue con la perdiz. Te dejo qué elijas.

El milico de aldea, que era un poco cortíco de entendederas, tras pensar un poco eligió la segunda.
Llegado el momento en que los dos infantes se reunieron con el resto de la tropa, estos les preguntaron si ellos habían conseguido llenar la andorga la noche anterior, a lo que el cateto respondió:

  • Sí. Cenar hemos cenau ; pero “¡no sé cómo se las arregla este, que siempre me toca el de la cabeza gorda!”

Evidentemente siempre hay alguien al que indefectiblemente “le toca el mochuelo”