MASACRE DE GUARDIAS CIVILES EN MADRID-
Mis queridos amigos y compañeros. No os olvidamos, ni perdonamos a vuestros asesinos. Un abrazo para vuestras familias.
A las 7:45 horas del 14 de julio de 1986, la banda terrorista ETA provocó una masacre de guardias civiles en la plaza de la República Dominicana de Madrid. Una furgoneta-bomba, que estalló al paso de un convoy de vehículos de la Guardia Civil procedente de la Escuela de Tráfico de la calle Príncipe de Vergara, mató en el acto a cinco guardias civiles: CARMELO BELLA ÁLAMO, natural de Badajoz; JOSÉ CALVO GUTIÉRREZ, de Barcelona; MIGUEL ÁNGEL CORNEJO ROS, de Valencia; JESÚS MARÍA FREIXES MONTES, de Lérida, y JESÚS JIMÉNEZ JIMENO, de Teruel. Otros cuatro guardias civiles murieron en las horas posteriores al atentado: ANDRÉS JOSÉ FERNÁNDEZ PERTIERRA, natural de Gijón; JOSÉ JOAQUÍN GARCÍA RUIZ, de Burgos; SANTIAGO IGLESIAS GODINO, de Alicante, y ANTONIO LANCHARRO REYES, de Badajoz. Tres más lo hicieron en los siguientes días: Javier Esteban Plaza, que falleció cuatro días después, el 18 de julio; Miguel Ángel de la Higuera López, que falleció el 31 de julio; y Juan Ignacio Calvo Guerrero, que lo hizo el 5 de agosto, convirtiéndose en la víctima número doce del brutal atentado.
Otras setenta y ocho personas, entre agentes de la Benemérita y civiles, sufrieron heridas de diversa consideración. Siete guardias civiles fueron heridos de gravedad: Jesús García Rangel, con secuelas físicas y psíquicas irreversibles e incompatibles con el desempeño de su profesión; Miguel Ángel Martínez Díaz, al que los trastornos neuróticos y postraumáticos provocados por el sufrimiento padecido le obligaron también a abandonar su profesión; Jacinto López Martínez, que también tuvo que pedir la baja laboral permanente por las heridas sufridas; Juan Izquierdo Sánchez, que perdió el ojo derecho y el 60% de la audición del oído izquierdo; Miguel Ángel Dorado Castellanos, obligado asimismo a abandonar su profesión a causa de las secuelas en ambos oídos y en el ojo izquierdo y las alteraciones epilépticas provocadas por el atentado; Gabriel Aranda Sánchez, que también tuvo que abandonar definitivamente la Guardia Civil por las secuelas del atentado, y José Manuel Jiménez Sánchez, que sufrió la pérdida del ojo derecho y otras heridas que le imposibilitaron seguir ejerciendo como guardia civil. Muchos más guardias civiles arrastraron secuelas durante años, viéndose obligados a dejar la Guardia Civil por causa del estrés postraumático, ansiedad, pesadillas y miedos. "Después del miedo a morir, te queda el miedo a vivir", dijo uno de ellos a El Mundo (25/06/2006). Muchos de ellos ni han sido reconocidos como víctimas del terrorismo ni han recibido ayudas para sufragar las costosas terapias psicológicas que han tenido que realizar.
El convoy atacado estaba formado por un autobús, un microbús y un todoterreno, en funciones de coche-escolta, que había salido de la Escuela de Tráfico de la Guardia Civil en el número 250 de la calle Príncipe de Vergara y se dirigía hacia la Venta de la Rubia, a las afueras de Madrid, donde los guardias iban a realizar prácticas de conducción en motocicleta. En el convoy viajaban setenta guardias civiles alumnos de la Agrupación de Tráfico. Los mayores de la promoción tenían veinticinco años. Los más jóvenes, diecinueve. El convoy no variaba su horario y recorrido, al menos en los días anteriores al atentado: dejaba Príncipe de Vergara para girar a la derecha en la plaza y dirigirse a la carretera de circunvalación M-30 por la calle de Costa Rica.
En el número 7 de la plaza de la República Dominicana los etarras Idoia López Riaño y Juan Manuel Soares Gamboa habían aparcado una furgoneta-bomba marca Sava cargada con 35 kilos de Goma 2 y cinco ollas a presión con varios kilos de metralla compuesta por tornillos, tuercas, varillas metálicas y eslabones de cadenas de acero. Anton Troitiño Arranz, situado en una parada de autobús cercana, accionó el mando a distancia cuando vio que el convoy se puso a la altura de la furgoneta-bomba. Muy cerca, José Ignacio de Juana Chaos esperaba en un vehículo en el que emprendieron la huida. En las labores de vigilancia y en la preparación del explosivo participaron también Esteban Esteban Nieto e Inés del Río Prada. Todos los asesinos formaban parte del grupo Madrid de ETA.
Fue una auténtica carnicería, justo lo que quería ETA que fuese. Su entonces dirigente, Santiago Arrospide Sarasola, alias Santi Potros, había ordenado "emprender una dura campaña de atentados". Algunos objetivos los fijaría la propia cúpula de la banda asesina, y otros los dejarían a elección de los propios ejecutores "siempre que tales objetivos se encarnaran en personas pertenecientes a la Guardia Civil" (sentencia de la Audiencia Nacional, 2003). El asesino Esteban Esteban Nieto dijo en el juicio que "cuando ETA hace sus acciones pretende causar el mayor número de bajas posibles. Estamos en guerra y es lógico que los que hicieron la acción lo supieran". Por su parte, el no menos asesino De Juana Chaos restó importancia a la masacre, considerando que no era ni más ni menos importante que cualquier otro atentado de la banda.
En 2008 se inauguró en la plaza de la República Dominicana un monumento en homenaje a las víctimas del terrorismo sufragado íntegramente por donaciones de ciudadanos anónimos a iniciativa de la Fundación para la Defensa de la Nación Española (DENAES).
Carmelo Bella Álamo, de 22 años, era natural de Granja de Torrehermosa (Badajoz), donde fue enterrado. Había ingresado en la Guardia Civil un año antes de su asesinato y estaba destinado en el Destacamento de Tráfico de Arganda.
José Calvo Gutiérrez, de 19 años, era natural de Barcelona y había ingresado en la Guardia Civil en mayo de 1985. Estaba destinado en el Destacamento de Tráfico de Barajas.
Miguel Ángel Cornejo Ros, de 24 años, era natural de Burjasot (Valencia). Estaba casado y se había incorporado a la Guardia Civil en mayo de 1985.
Jesús María Freixes Montes, de 21 años, había ingresado en la Benemérita el 1 de marzo de 1986, por lo que llevaba sólo cuatro meses y medio. Fue enterrado en el cementerio municipal de Lérida. Su padre, Francisco Freixes, era concejal independiente en el Ayuntamiento de Lérida y corresponsal del diario ABC cuando su hijo fue asesinado. Su hermana Teresa, profesora de Derecho Constitucional de la Universidad de Barcelona, escribió una carta a ETA publicada en varios medios de comunicación en la que les calificaba de asesinos y de cobardes, y se mostraba incapaz de entender que se pudiera defender el nacionalismo a través de la violencia y el asesinato. En la misma añadía que a su hermano Chus sus compañeros le llamaban El Lleida por su defensa del catalán.
Jesús Jiménez Jimeno, de 20 años, y natural de Cascante del Río (Teruel), se había incorporado a la Guardia Civil el 1 de marzo de 1986, igual que Freixes Montes. Estaba destinado en el Destacamento de Tráfico de Teruel.
Andrés José Fernández Pertierra, de 20 años, era natural de Gijón (Asturias). Había ingresado en la Guardia Civil tres meses y medio antes de ser asesinado.
José Joaquín García Ruiz, de 21 años, era natural de Merindad de Valdivieso (Burgos). Igual que el agente Fernández Pertierra, llevaba apenas tres meses y medio en el Instituto Armado. Estaba soltero y destinado en el Destacamento de Tráfico de Briviesca-Autopista.
Santiago Iglesias Godino, de 20 años, nació en Hondón de las Nieves (Alicante). Igual que varios de sus compañeros asesinados, ingresó en la Guardia Civil tres meses y medio antes de ser asesinado. Su cuerpo no estuvo presente en el funeral oficial celebrado en la Dirección General de la Guardia Civil al día siguiente porque su familia decidió donar sus órganos.
Antonio Lancharro Reyes, de 21 años y soltero, había nacido en Monesterio (Badajoz), donde una calle lleva su nombre. Su hermana Manuela contó en 2007 que, cuando tenía 17 años y era una adolescente "desorientada", perdió a su "hermano, amigo y confidente" y, con él, el norte de su vida. "Con esa edad yo no salía a ninguna parte si no era con él. Íbamos siempre juntos y, si le gustaba alguna chica, recuerdo que me lo contaba para que le echara una mano". Manuela convertida ya en madre de familia, ha logrado levantar cabeza, después de largos años sin poder hablar con nadie de lo que le pasó a su hermano mayor. Eran los años de plomo. "En aquel entonces las cosas no eran como ahora. No teníamos psicólogos a nuestra disposición. No podía hablar con nadie, y menos con mis padres. Lo único que quería es que mi madre no llorara más". (El Comercio, 18/02/2007).
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