Una tarde cualquiera, en un cuartel cualquiera, de una localidad cualquiera, pero con la particularidad de que la acción se ubica en el País Vasco. La década de los 80 avanza lentamente hasta su ecuador. La familia en casa, sentados a la mesa mientras cenamos. En la tele, "En busca del tesoro", con el inefable Miguel de la Cuadra Salcedo viajando de aquí para allá con su helicóptero buscando las pistas.
De repente... ¡pum! Son las fiestas del pueblo y los cohetes que han sonado durante todo el día nos hacen pensar que se trata de eso... cohetes. Otro pum, esta vez más cerca. Mi padre se levanta y va a mirar por la ventana. Pum pum pum. Tatatatatatatata. Otro par de explosiones que se mezcla con el sonido de armas automáticas de pequeño calibre. ¡Mari, apaga la luz! Se hace la oscuridad mientras las explosiones y el tableteo no cesa. ¡Todos al dormitorio! Allá que vamos la madre, el padre, los hermanos y yo mismo para intentar resguardarnos de los disparos.
Cuando pienso que todos estamos a salvo, mi padre saca del armario un subfusil y abre la puerta. Quedáos aquí con la luz apagada y no salgáis. ¡No papa, no salgas! ¡No te vayas! La puerta se cierra y por un momento hay silencio. Un silencio que se rompe con más explosiones y más tableteo de Z-70.
Tras unos minutos más que parecieron horas, una voz por encima de las demás, demanda "alto el fuego".
Afortunadamente, ningún herido esa noche. Gracias a Dios y también a las monjas (y sé por qué lo digo).
No en todos los atentados de ETA hubo tanta suerte como la que tuvimos aquella noche.
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