Buenas tardes. He confeccionado una serie de relatos en los que los protagonistas son miembros del Cuerpo, o bien el tema está directamente relacionado. Os mando uno de ellos. Un saludo.



EL ZULO DE LA VENGANZA



El frío y la lluvia no impidieron que el pueblo lo recibiera entre vítores y aplausos. Calles atestadas, pancartas a favor de ETA, fotos gigantescas del etarra colgadas en farolas y balcones.
Camuflado entre el gentío —pelo corto, flequillo horizontal por encima de las cejas, un pendiente en la oreja izquierda, y ataviado con chándal, pañuelo palestino y botas militares—, el inspector jefe del servicio de información no podía apartar sus ojos del objetivo.
«Llevo esperándote mucho tiempo. Tienes ya sesenta años. Además de gordo estás calvo, aunque intentes disimularlo con la txapela. Pero sigues con la misma mirada; esos malditos ojos que me han perseguido en pesadillas durante toda la vida».
A continuación, el aurresku danzado en honor del terrorista, los efusivos abrazos del alcalde de EH-Bildu, adulándole:
—Uno de nuestros hijos predilectos, defensor de la libertad de Euskal Herria.
El etarra estaba acompañado de su joven mujer, a la que doblaba en edad, y la hija de ambos, una pequeña de tres años.
«¡Ay, papá! Cuando te mataron nos expulsaron de esta tierra y sacaron tu féretro por la puerta trasera de la iglesia, pues ni siquiera el cura quiso oficiarte una misa».
Tenía ocho años cuando ese asesino segó la vida de su padre. Aquel día los llevaba a él y a su hermana al colegio. Alguien se acercó por detrás y descerrajó un tiro en la nuca al guardia civil. El cuerpo desplomado, el charco rojo, los gritos desgarradores de la niña...
«Gudaris valientes, que mataron siempre por la espalda».
Condenado a más de trescientos años de cárcel por veintitrés asesinatos, el etarra sólo cumplió veinte; los últimos cinco en prisiones del País Vasco, ya que los últimos gobiernos pactaron con el PNV.
«Dicen que hemos ganado al terrorismo, pero en las instituciones democráticas están representados los asesinos de más de mil españoles».


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Después, en la herriko taberna, el ambiente era cada vez más distendido. Se mezclaban olores a fritanga, serrín y sudor. Servía una flacucha camarera de pelo verde, orejas perforadas con innumerables aros y tatuaje en el hombro con la serpiente enroscada en el hacha. Los billetes rebosaban en la urna destinada para el colectivo de presos.
Txikitos y pintxos se agolpaban en la barra donde el recién llegado departía alegremente con la multitud; algunos de su edad, la gran mayoría jóvenes de rostros iluminados que se empujaban para hacerse un selfie con el ídolo.
El tipo se venía arriba bajo los efluvios del alcohol:
—Decían que firmara pidiendo perdón. Lo hice, sí —soltó entonces una risotada— ¿Sabéis qué valor tiene ese papel? El mismo con que me limpio el culo —resonaron las carcajadas alrededor.
Más tarde, el alcalde tomó la palabra para anunciar que en las próximas elecciones el hijo pródigo sería integrante en sus listas. Y añadió:
—Desde mañana tienes trabajo en el consistorio como asesor, y te asignaremos una vivienda oficial. Estoy impresionado con tu currículo, nada menos que tres licenciaturas: Derecho, Políticas e Historia.
—El caso es que no sé hacer la "o" con un canuto, gracias a la universidad a distancia del País Vasco que nos regalan las carreras como churros —más regocijos en la taberna.
La mala sangre le retorcía las entrañas. El policía repasó el operativo durante los meses siguientes hasta tenerlo todo preparado hasta el más mínimo detalle.


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El tétrico zulo destilaba humedad y mugre. El fétido olor de excrementos en el orinal impregnaba el lugar. Ratas y cucarachas pululaban por doquier. La mazmorra sería de tres metros de largo, más o menos como el de una perrera.
«Prefiero la oscuridad, pues cuando encienden la única luz al mismo tiempo se pone en marcha el ventilador, cuyo ruido infernal aumenta esta tortura», pensó el rehén.
Un cartel con el escudo de la Guardia Civil y otro con el Rey de España aparecían corroídos tras más de trescientos días de secuestro, según calculaba, pues hacía tiempo que perdió la noción del tiempo.
«Aún no recuerdo qué ocurrió. Me emborraché con un tipo y luego, al subir en el coche, noté un pinchazo y desperté aquí».
No sabía cuántos ni quiénes eran los secuestradores, pues nadie habló con él.
«Y le teníamos miedo al cuartel de Intxaurrondo. Esto sí que es crueldad de verdad».
Debería haber adelgazado más de veinte kilos. Había pensado cortarse las venas, pero pensó en su pequeña Nerea; además, durante su última etapa había abrazado el cristianismo. Discutía con Dios; luego se arrepentía, se disculpaba y volvía otra vez, así día tras día.
«Dame una salida. Si no consideras oportuno que salga de aquí vivo, haz por lo menos que me maten».
Se abrió entonces la trampilla. Hora de comer. Una sucia bandeja de acero inoxidable con una lata de sardinas y un vaso de agua, y un ejemplar del ABC, única prensa que le suministraban siempre con retraso.
Y, por fin, una voz grave y profunda de hombre al otro lado de la pared:
—Cuando acabes de comer, prepárate para salir.


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Antes de taparle los ojos vio los del secuestrador. Se le hizo un nudo en el estómago. Luego, con las manos atadas, caminaba tambaleándose. Notó el frescor en el rostro, el murmullo de aves, el olor a hierba y madera fresca, la tierra blanda a sus pies.
—Para aquí y arrodíllate. —le ordenó tras una larga caminata.
—Déjame al menos rezar y pedirte un último favor.
«Si supieras que no hay día que me arrepienta de todo. Qué fácil era colocar bombas en los vehículos y accionarla de lejos. Todo cambió cuando me ordenaron disparar al guardia civil que llevaba sus hijos al colegio. Sentí la muerte real y la mirada de aquel niño taladrándome el alma».
—¿Por qué tengo que hacer favores a un asesino?
«Porque me avergonzaba de mis padres maketos; por no ser rechazado por mis profesores y compañeros de ikastola... En la cárcel descubrí los libros y la Biblia, que me libraron de la ignorancia; maté en vida a mis padres; tengo a Arantxa y a mi Nerea; porque en definitiva amo la vida... ¿Qué más razones quieres? Pero estas cosas jamás las diré si quiero vivir en esta tierra, plagada de sangre y odio».
—Tengo mujer e hija, por favor diles que las quiero...
—Asesinaste a mi padre sin piedad. Y no le preguntaste si quería rezar o si tenía familia.
—¿Acaso piensas que no te reconocí en cuanto te vi? Jamás he podido olvidar tu mirada... Si sirve de algo, ya que a Dios le he pedido perdón muchas veces, ahora te lo pido a ti.


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El inspector le quitó la venda, accionó la recámara de la pistola y le apuntó en la nuca mientras el prisionero murmuraba en euskera un Padre Nuestro.
El policía acariciaba el gatillo, el sudor resbalaba en su rostro, la mano empezó a temblarle. «¿Por qué has pedido perdón, cabrón?». Finalmente, dio un golpe seco en la cabeza al preso que cayó desmayado.
Al cabo de varias horas, el rehén despertó temblando de frío en el bosque, pero libre. Después de caminar un largo trecho, descubrió que no estaba muy lejos del pueblo. Jamás contó lo sucedido. Hoy día es el actual alcalde.


F I N

Libros del autor: "Sin Piedad"; "El carnicero de Extremadura".