La prótesis caducada del catalanismo en España
Federico Jiménez Losantos
Desde hace años, miles de catalanes llevan prótesis caducadas, cuya fecha de deterioro irreversible fue manipulada para venderla y colocarla en 30 hospitales de la Generalidad. Desde hace un siglo, España alberga en su interior el nacionalismo catalán como una prótesis supuestamente benigna que ayuda a mantener el equilibrio del Estado. Pero igual que las prótesis adulteradas por la administración pujolista –Convergencia Democrática de Cataluña, antes de la confesión del Muy Poco Honorable Pujol que la llevó a la fosa– hace tiempo que los dolores provocados por la prótesis catalanista deberían haber alertado sobre el riesgo que para la salud pública revisten ese catalanismo llamado integrador y ese nacionalismo llamado moderado, que no son ni una cosa ni la otra. Ambas son prótesis retóricas caducadas que fatalmente provocarán invalidez o septicemia en el cuerpo intervenido por unos galenos que han convertido la estafa en el negocio del siglo. Para ser precisos, los 101 años pasados desde la creación de la Mancomunidad Catalana como órgano teóricamente administrativo que era en realidad el embrión del Estado Catalán instalado como prótesis en el Estado Español.
De Prat de la Riba a Cambó y Pujol
Nada ha cambiado desde Prat de la Riba –primer presidente de la Mancomunidad– o Francesc Cambó, alevín de Prat en el Centre Escolar Catalá, que desembocó en la Lliga Regionalista Catalana, el partido de la derecha catalanista que pastoreó Cambó hasta la guerra civil, en la que se convirtió en devoto propagandista de Franco. De Prat a Cambó y a Pujol hay una constante inalterable: deslealtad de fondo y suavidad en la forma, un estilo untuosamente clerical que sustituyó al feroz carlismo trabucaire con el que la Cataluña conservadora combatió durante todo el siglo XIX al liberalismo español. La Renaixença, madre de la Lliga, siempre consideró intolerable la Constitución de Cádiz y toda forma de soberanía nacional que supusiera merma de privilegios y tradiciones, por lo común redundantes. El invento genial del catalanismo tras la crisis del 98 fue convertir la defensa de esos privilegios en ideario político, en hacer de la desafección industria y del proteccionismo a los intereses catalanes una alcabala para la paz civil.
Como fruto de unas clases dirigentes cuyos intereses particulares no admitían fácilmente una defensa general, el discurso nacionalista siempre ha consistido en una apelación sentimental a los de casa para defender de los de fuera algo espiritual, sagrado, innegociable, pero que de inmediato se negociaba con ese poder lejano y opresor –Madrit–, siempre tan a mano. La paz civil catalana, el bálsamo de esos delicados sentimientos heridos sin saberlo pero secularmente por toscos castellanos y vagos andaluces podían ser objeto de una cura inmediata y paradójica gracias a unos cirujanos de papel moneda –los catalanistas– que curaban los agravios con aranceles. Lo malo es que el milagro catalanista duraba poco. En realidad, nada, porque aún no se habían secado en la Gaceta o el BOE los decretos que favorecían a ciertos intereses catalanes y ya estaban reproduciéndose las espirituales e incurables llagas que aliviaban por un rato el doctor Prat, o Cambó, o Pujol.
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