No hay día que no aparezca en cualquier medio la opinión de algún reputado comentarista, financiero o empresario más o menos conocido, exigiendo, como remedio mágico contra la crisis, el despido de no sé cuántos miles de funcionarios.

Son -somos- muchos, dicen. Y poco productivos, además. Un cáncer que lastra la economía española. Y, por eso, advierten: o adelgazamos la Administración Pública, o nos vamos a pique.

Así que, al final, de que la prima de riesgo se dispare a un diferencial inasumible para cualquier Estado, de los problemas de nuestro sistema financiero, o de las inmensas bolsas de fraude, por ejemplo, vamos a tener la culpa los policías, los médicos, inspectores de Hacienda, maestros, administrativos, jueces y hasta los mismos bomberos.

Todos tenemos en común que nuestras nóminas las pagan las distintas administraciones públicas, claro. Pero también que hemos obtenido nuestros trabajos después de muchos años de sacrificio. De estudio, de encierro, de preparación de dificilísimas oposiciones a las que hemos concurrido, compitiendo por una plaza, en buena lid, con otros cientos, -o miles- de candidatos también sobradamente preparados.

Tiene gracia esa expresión tan corriente de que ahora estamos pagando el hecho de que, en los años de bonanza, los españoles hemos estado viviendo por encima de nuestras posibilidades. Alguien debió llevarse la parte de esa riqueza 'extra' que jamás revirtió en los funcionarios.

Desde que estalló la crisis hemos venido sufriendo, no ya la congelación, sino la reducción de nuestros salarios.
No eran, desde luego, funcionarios, los que, entonces, se enriquecieron con las enormes comisiones y beneficios de todo tipo que generó una tan incontrolada como ingente gestión inmobiliaria. O por los tantísimos créditos injustificados que concedieron bancos y cajas de ahorros, por ejemplo.

Nunca, ni en los mejores tiempos, los empleados públicos hemos obtenido subidas de sueldos por encima del IPC. Al contrario. Los Gobiernos de turno siempre encontraban todo tipo de obstáculos para impedir que pudiéramos recuperar un poder adquisitivo tantas veces perdido.

Y desde que estalló -o se reconoció- la crisis, también nosotros hemos venido sufriendo, no ya la congelación, sino la reducción de nuestros salarios. El aumento de las horas y de la cantidad de trabajo. La supresión de oposiciones, y el estancamiento, la reducción, incluso de las plantillas.

No conozco ningún colectivo de empleados públicos que no piense que en nuestras Administraciones hay muchas cosas que reformar para ser lo bastante eficaces como para responder a las exigencias de un Estado moderno y civilizado como queremos que sea España hoy, y en el futuro...

Y puedo asegurar que a nadie perjudica más un funcionario vago, absentista o desleal, que a sus propios compañeros. Porque pueden sufrir las consecuencias de su desidia y tienen que encargarse, además, del trabajo que él no hace.

Hagamos lo necesario, por tanto, para evitar que estos comportamientos queden impunes. Y dejemos de arrojar sobre todos los funcionarios, con generalizaciones injustas y debates tramposos, la sombra de una descalificación y una responsabilidad, que no es nuestra.

Porque cuando se habla de la dimensión de nuestra Administración Pública -que, por cierto, según un estudio de la EAE Business School se encuentra en la tabla media de las del resto de países europeos- se suelen confundir muchas cosas, que no se deberían mezclar.

En los distintos niveles administrativos del Estado, las comunidades autónomas y los ayuntamientos se han venido integrando, no se sabe bien cuántas personas, pero sin duda muchas, -dada la dimensión de nuestra estructura política e institucional- con carácter eventual. Sin exámenes, sin oposiciones. Sólo por pura discrecionalidad.

Hay entidades públicas que ni siquiera se sabe bien a qué se dedican. Competencias que se solapan en varias administraciones que terminan, además, delegando en un organismo, empresa, consejo, comisión o entidad que, a mayores, crean expresamente para ello.

Acabar con toda esta dispersión, disgregación y falta de control también es, claro, otra reforma pendiente. Tantas veces anunciada, pero siempre pospuesta, al menos por los dos grandes partidos nacionales. Puede que porque, en alguna medida, su propio peso político también guarde relación con el mantenimiento de este sistema.

Pero si resulta que es tan importante adelgazar nuestro sector público para recuperar una confianza que nos permita salir de la crisis, es posible que haya llegado el momento de que no podamos aplazar, más tiempo, todas esas reformas. Y que, en consecuencia, debamos empezar a plantearnos quiénes son los que van tener que apagar los incendios.

Y dejarnos de demagogias.



http://www.elmundo.es/elmundo/2012/0...338874897.html