Mira Faraona. Podríamos hablar durante horas sobre si hay que dimitir o no por cosas de este tipo y seguramente encontraríamos matices y argumentos suficientes para decantarse en un sentido u en otro. Todo depende de la manera de entender la vida y las interrelaciones con nuestros semejantes. Pero en este caso el asunto es distinto y mucho más sangrante.

En primer lugar se trata de un ataque directo y por la fuerza ( irrupción tumultuosa dentro de un recinto cerrado) coartando la libertad de un grupo de personas. Personas totalmente pacíficas y que en ningún momento han hecho gala de cualquier tipo de acción violenta contra los que no piensan como ellos. Todo lo contrario. Se limitan a ser consecuentes con sus ideas sin importarles los que otros puedan pensar o hacer; lo que sí entra dentro de los conceptos de respeto y tolerancia que deben imperar en las relaciones sociales.

En segundo lugar es de conocimiento público y general las mentiras pueriles que esta señorita alegó durante el juicio (¿hay alguien capaz de afirmar que no ha sido enjuiciada y condenada?) tratando de eludir, tanto sus actos como su responsabilidad en ellos. Lo que dice muy poco de su entereza y su supuesta ética, tanto como persona como ideóloga política.

Y en tercer lugar, también es evidente la hipocresía que supone el tratar de aparentar una conducta social de cuya falta critican al resto, y sin embargo a la hora de demostrarlo se olvidan de lo que se hacen adalides.

¿Derechos humanos? ¿Acaso no es un derecho inalienable el que las personas puedan ejercer su libertad de religión?. Claro que ya sabemos de sobra, que eso de “los derechos” se tuerce dependiendo de las dependencias dependientes. Otra hipocresía vil y deleznable.

En definitiva: vergonzoso y esclarecedor. Pero ya sabemos cómo actúa esta tipología social. Tipología que tiene en sus manos el gobierno de millones de personas.