Jo Faraona, como “picas” para sacar las cosas. Pero bueno, para eso estamos.
Yo voy a empezar contando lo habitual de hoy, y así podemos comparar.
Esto ocurrió en cosa de cinco minutos y en un sitio tan normal y popular como puede ser el famoso metro madrileño.
Podría haber pasado gratis por circunstancias que no vienen al cuento y además os importan un pepino, pero me habían hecho el encargo de comprar un metro-bus para usar por la familia, así que me acerqué a la entrada con la idea de hacerme con tan sugestivo pase para los medios de locomoción populares. A la derecha una colección de máquinas expendedoras, pero como esos artilugios me superan y casi con toda seguridad terminaré a mamporros y metido en un lío, opto por aguantar la cola de usuarios que pacientemente se enfrentan a una diminuta taquilla atendida por un trabajador de Metro.
Lo primero que me llama la atención es la actitud fría que adoptan los usuarios y el empleado. El personal llega a la ventanilla, y simplemente dejan el dinero sin decir ni mu. El empleado extiende lo demandado y aquí paz y después gloria. Cada mochuelo a su olivo y que venga el siguiente.
Cuando me corresponde ser atendido suelto un “buenas. Me da un metro-bus, por favor” El empleado alza su vista, me mira durante unos segundos y me atiende en silencio. Una vez que me ha dado el cambio correspondiente, cojo el cartoncito y me largo con un “adiós, buenas”. El taquillero se queda mirándome. Esta vez con la boca abierta.
Me dirijo a los tornos donde hay que meter el billete y te permiten el paso, y advierto como un chaval pega un salto digno de un atleta y se cuela por la jeró. Nadie dice nada y cada uno continúa con su cadaunada.
Meto el billete, y siento que alguien se pega literalmente a mi espalda. Paro, me giro, y advierto que una señora de mediana edad es la que está realizando la maniobra. La miro fijamente durante unos segundos en silencio, pero ella ni se inmuta y baja la vista. Trato de volver a realizar la operación y ella insiste en su operación. Ya algo cabreado, me giro y la digo “¡Ni de coña te vas a colar conmigo!” La señora debe advertir que lo digo en serio y dirigiéndose a otro torno se cuela detrás de una joven que accede legalmente.
Nadie se inmutó. Ni los que pacientemente aguantaban la cola y pagaban religiosamente por el servicio que iban a utilizar, ni los que posteriormente, y en cuestión de pocos segundos pasaban sin pagar de distintas maneras.
En sentido contrario, y como ejemplo de una forma distinta de entender la convivencia, voy a contaros un acto del que fui testigo cuando era un simple y atolondrado adolescente.
Era un día de chubascos torrenciales en Madrid. Circulaba por la entonces N-I dirección a la capital y a la altura de un enorme concesionario de la Renault que había (no sé si aun existe) entre Alcobendas y Madrid. El limpiaparabrisas del pequeño utilitario no daba abasto para despejar el agua de la lluvia. El conductor circulaba con precaución y despacio. Yo….yo qué sé. Iría pensando en cualquier tontuna ajeno al mundo mundial. De repente advierto que el conductor aminora la velocidad, da el intermitente y para en la cuneta. Se baja e indica con un gesto de la mano a alguien que no veo, que se acerque. De no sé donde aparecieron una pareja de mediana edad totalmente empapados. “Muchas gracias. No vea usted la que está cayendo” dice el hombre.” ¿Dónde van ustedes? Nosotros vamos para Hortaleza. ¿Les viene bien?” les indica mi acompañante. “Con que nos deje usted en la Avda. de San Luis nos hace un favor”.
Reemprendemos la marcha a la vez que miro y remiro a los nuevos ocupantes del coche. Gotean agua por todos los lados y parecen que están ateridos de frío.
Poco después los dos rescatados se bajan y se despiden dando las gracias.
¿Por qué los has cogido?, pregunto.
Porque no se puede dejar a dos personas andar por la carretera con este temporal; además, si eso te hubiese pasado a ti, me gustaría que otros lo hubiesen hecho contigo.
Aquél día recibí una lección de “educación para la ciudadanía” que no se paga con todo el oro del mundo.