A las tres y cinco de la tarde llega la primera botella de blanco a la mesa. Cinco comensales trajeados reciben el vino con una sonrisa. Es miércoles y acaba de comenzar una copiosa comida de trabajo en un restaurante madrileño frecuentado por hombres (hoy no hay mujeres) de negocios. Habrá risas, jamón, langostinos y carta de destilados. El encuentro se prolongará dos horas. Luego volverán a sus oficinas, donde sus subordinados les esperan para comenzar la segunda parte de su dilatada y partida jornada laboral. A las ocho y media o nueve llegarán a casa, justo a tiempo para cenar.
Esto es España, y es también una rareza en un entorno de países en los que trabajar de nueve a cinco (o a tres) es la norma y en los que la eficiencia y el trabajo por objetivos prima sobre la cultura del presencialismo. En España, no. Las eternas y rígidas jornadas laborales que arrastramos de la posguerra perviven en un mundo en el que las tecnologías permiten trabajar a distancia y en el que cada vez más hombres y mujeres aspiran a compartir la crianza de los hijos. Expertos, políticos, no pocos empresarios y sobre todo los trabajadores coinciden en que es necesario un cambio radical. Que nuestra forma de trabajar no es buena para nuestra salud y además ni siquiera es más productiva. Pero, si todo el mundo está de acuerdo, ¿por qué no sucede?
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